A los siete
años conocí a una niña. Vivía en una albergue y comía en un comedor social. Yo
no comprendía el por qué no tenía una casa con una cocina donde su madre
hiciese la comida.
Solíamos
jugar en un parque cerca de mi casa. Yo iba allí porque estaba aburrida de mis
juguetes, ella para hacer tiempo hasta que dejasen a su familia entrar al
albergue.
Día tras día
ella estaba más delgada, más pequeña, más débil, más triste. Ya no tenía ganas
de jugar.
En el parque
había más niños. Niños con flamantes juguetes nuevos, ropas caras, una casa y
unas impresionantes ganas de correr. Pero yo siempre me sentía atraída por
aquella niña.
Al volver a
casa le preguntaba siempre a mi madre porqué ella no tenía nada y yo lo tenía
todo. Mi madre solo sonreía tristemente y decía que porque el mundo no era
justo. Tardé años en comprenderlo.
Cuando llegó
la navidad yo pedí millones de regalos, ella tan solo pidió un trabajo para su
padre, una manta nueva para su hermano pequeño y que su madre volviese a
sonreír. Jamás olvidaré aquellos deseos.
Poco tiempo
después la niña se marchó de la ciudad en un desesperado intento de
alcanzarlos.
No he vuelto
a verla desde entonces, pero en honor a ella; mi madre y yo siempre llevamos
comida y ropa a organizaciones benéficas. Sus sonrisas al recibirlas me
recuerdan a la de ella; y me enseñan que un pequeño gesto puede hacer un gran
cambio.
Espero que os haya gustado este pequeño cuento, Voldy.